Liberarse del cautiverio del amor, quemarse como una vela, derretirse
en amor, fundirse con el amor, ¡qué felicidad! ¿Es eso posible para criaturas
como nosotros, que somos débiles, orgullosos, vanos, posesivos, envidiosos,
celosos, inflexibles, implacables? Es evidente que no. Para nosotros es la
carrera de ratas... en el vacío de la mente. Para nosotros la condena, la
condena interminable. Creyendo que necesitamos amar, dejamos de amar, dejamos
de ser amados. Pero inclusive nosotros, por muy despreciablemente débiles que
seamos, experimentamos ocasionalmente algo de este amor verdadero y desinteresado.
¿Quién de nosotros no se ha dicho a sí mismo en su ciega adoración de alguien
que está fuera de su alcance: "No importa que nunca sea mía. Lo único que
importa es que exista y que pueda honrarla y adorarla eternamente"? Y
aunque ese modo exaltado de ver las cosas sea insostenible, el enamorado que
razona así pisa terreno firme. Ha conocido un momento de amor puro. Ningún otro
amor, por sereno y duradero que sea, puede compararse con él.
( Henry Millar, escritor norteamericano )
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